Clase 08
19.08.03
Profesor Manuel Sanfuentes
Uno puede advertir cuándo el verso
nos concita y nos deja ensimismados, retumbando al pulsar de cierta
cuerda, encaramados encima de un ángel que no se advierte;
uno reside ese instante como siendo algo más que uno mismo.
Entonces no hay ensimismamiento sino pura proximidad, otredad; uno
deja de ser uno mismo en ese tiempo.
La phalène vuela y ciega su existencia hasta
el extremo. Nosotros no hacemos tanto, pero nos ilumina esa chispa
que estalla cuando el fuego consume a ese ser de alas blandas y
lo deshace; nosotros no hacemos tal, pues nada tiene un tal cual
o cada cual tiene el suyo en su naturaleza.
¿Qué de todo eso da su nombre a la
phalène? Más que una consumación es el hecho
de que ahí se cumple algo, se da una vida entera que prende
y se extingue ahí mismo y no recapitula ni vuelve ello mismo
a suceder; sucede otra cosa, no aquello sido.
La palabra cuando es dicha se hace y se deshace
en la boca; el poema de la phalène es ella misma, su propio
tiempo, su propio aire, su presente y su memoria. Y de ello nada
queda en lo tangible, ni un edificio, nada semejante a lo que yace
ocupando un lugar en el espacio. No hay más que un tiempo
dedicado a la indolencia, a la siesta americana, al paseo por la
ciudad, a la vagancia matinal de un joven que promete.
La insignificancia que más tarde significa
y da sentido, constituye en el que así practica su prestancia,
un eje más que memorable; es primeramente un querer que se
va haciendo una voz como una guía que se torna en referencia.
Acaso será su vuelo el que nos reconforta,
su aérea proporción que nos evoca el aire libre y
nos induce a un paso intransmisible. Será la muerte voluntaria
en ese fuego de una noche que nos deja atónitos y malheridos.
Nosotros nos salvamos de esa muerte inclaudicable, de morir en el
regazo de un ardor insufrible. Pero no así la poesía,
no lo que se dice en ese instante. La palabra cuando es dicha se
consume en el oído; podemos recordar pero no transcribir,
podemos hacer señas pero no la misma cosa.
Aquello más preciado ha de buscarse a diario;
lo que se guarda se aquieta y queda mudo y cada vez exige que uno
vaya a celebrar lo que en la intimidad hace precioso lo que se emprende.
El poema es un sol que vence al alba, se empina, enciende el fuego
en estas costas del Pacífico y decae en sus aguas y se consume
en entero en el ocaso… y la noche vuelve y sólo recrea
el día puesto que ya no lo tiene; la luz se ha disipado hasta
la próxima jornada y así… inevitable cada día.
“hambre insaciable de un alimento intangible”;
sed de cuanto hace resistir y lleva adelante el motivo que se desconoce:
lo que la fe hace perentorio y pertinente. Ese alimento intangible
-como dice- nunca sacia el hambre trascendente.
No cumplimos un procedimiento ni una fórmula
que nos refresque del trasnoche; por eso la phalène no es
una actividad de lo ordinario ni obedece a u calendario que las
artes requirieran; ella se da en cuanto necesidad de lo insaciable,
en cuanto afán de permitirse irse dando en lo que le da a
lo suyo, a su quehacer o a su oficio, un vuelo que no ha tenido
y no tendrá jamás si no advierte en lo intratable
lo intangible que sí, siempre, todos reconocen.
El Taller ha procedido desde un inicio, desde Dante,
en este camino que nos advierte de la intimidad que en la Escuela
ha de darse; tampoco como un cumplimiento de una palabra empeñada,
sino como una ruta de un devenir que hace de lo nuestro un fraternal
acompañarse entre lo versado y lo que se proyecta.
Si la fiesta ha de ser consoladora, habrá
un suelo que debe irse dando para que el pie reciba bien lo que
en el vuelo viene como inasible, etéreo y consolador.
El viaje, el vuelo de la phalène hasta
el fuego que la consume, es un recorrido por lo que ha dado base
a este Taller: la capacidad de sostener en las palabras –una
obra del lenguaje- un origen que ha dado tradición a un modo
de asentarse y hacer fe en las arenas que vuelan cada día
y que avanzan en un tiempo que aún no tiene su medida.
|